Ángel Cenizo.
- elprincipepalido

- 18 jun.
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Actualizado: 1 jul.
Allá, muy arriba en el cielo, antes de llegar a donde las estrellas encierran nuestros secretos, había una nube, y esta nube parecía haber sido desgarrada por el tiempo, se desmoronaba con lentitud hacia aquello que ha dejado de existir. Ahí, sobre ella, estaba un ángel, cuyo cuerpo en algún tiempo fue esplendoroso, pero ahora estaba cubierto con cenizas; sus alas apenas podían sostener su peso, y en sus ojos apagados no brillaba la luz.
Hacia él fue acercándose una figura que contrastaba con el decaimiento del ángel: un príncipe de piel blanca, tan fría que parecía absorber la poca luz que quedaba de su mundo. Se colocó junto a él, con mirada distante, y observó aquello que atrapaba su atención.
—¿Por qué lloras, oh pequeño ángel de cenizas? —preguntó el pálido príncipe, observando con desdén a esa figura alada—. ¿Acaso no te das cuenta de que tu cuerpo se destruye?
El ángel, con alas que se desplomaban, apenas pudo levantar la vista.
—¿Mi cuerpo?... ya no me importa… —respondió con voz débil, pero, antes de que pudiera continuar, fue interrumpido por la feroz voz del príncipe.
—Tu cuerpo de hueso y piel, no, estúpido. ¿No ves los ríos que emanan de tu llanto? Cavarán surcos en tu carne, cortarán las venas de tu cuello y tu pecho terminará perforado. Eres solo una urna con grandes alas, y pronto quedarás vacía.
El ángel, que estaba al borde de la nube gris y desgastada, apenas comprendía lo que aquel al que nunca había visto le decía, pues lo único que sabía era hacer lo que se le había encomendado.
—Custodio un alma hermosa, el alma de un ser que me entregó su amor. Estoy aquí, esperando su llegada, pero espero que falte tiempo para eso, pues aún le queda por vivir. Ese ser me dio algo, una promesa de vida donde la felicidad pueda sonreírnos. Le he jurado que su corazón estará a salvo conmigo…
El príncipe dejó escapar una risa, un sonido que asemejaba más al de un gemido. Con un grito vulnerador, avanzó una vez más hacia el triste ángel de la esperanza.
—¿Qué me importan a mí tú y tus lamentos? ¡Te han otorgado dos alas enormes! Y, aun así, hablas como un niño. Tus palabras me revuelven el estómago. ¿Hablas así, niño enamorado y deprimido? ¿Es eso todo lo que eres?
Aquel extraño lo miró y casi sintió lástima, ya que el cuerpo silente de ese ángel estaba a punto de desmoronarse. El ángel sintió la amargura del príncipe; sin embargo, se aferró a su promesa.
—Conserva ese corazón ¿Es lo que custodian tus alas rotas? Qué ridículo —prosiguió el príncipe, acercándose cada vez más—. No lo deseo. Pues al morir, no podré ser como tú en una espera eterna, mi historia terminará y por eso actúo. Ese cuerpo, el que habita ese ser que amas, es mío; ese lo deseo, pues yo aún existo. Conserva ese corazón y, cuando tú esperes, mi lanza atravesará su piel, que se llenará de heridas gimientes. Mientras tú te aferras a promesas, yo me deleitaré en lo que es real. No necesitas su carne, déjala para alguien que aún viva. ¿Acaso no amas solo al corazón?
De la mejilla del ángel resbaló una lágrima. En ese momento, su yugular comenzó a sangrar y pronto su pecho se abrió, como si las palabras desgarraran la realidad que habitaba. Intentó hablar, pero su voz apenas era un susurro.
—Qué horrendo eres, aléjate de quien amo… —murmuró, reuniendo la última fuerza que aún le quedaba.
El príncipe, con un movimiento rápido, quitó la tapa de la urna que era el cuerpo del ángel y, en un gesto de absoluta humillación, orinó dentro de ella.
—Para ser quién eres, para ser lo que eres en su mente —dijo el príncipe burlón—, hablas de una forma vergonzosa. No me sorprende. Y ahora, no eres más que una mezcla patética de orina, lágrimas y cenizas. ¿Crees que soy cruel? ¿Crees que soy el peor de los males? ¿Crees que he caído tan bajo? Párate con tus manos y sabrás que estoy en lo más alto.
Al ver su cuerpo roto, miró al príncipe con los ojos ahora llenos de dolor, pero también de desafío.
—Estás equivocado —dijo con voz quebrada—, no es solo un cuerpo; no puedes destruir lo que hemos creado.
El príncipe le dio al ángel su mirada más fría.
—¿No puedo? He disfrutado de la violencia contra mi madre. ¿Has escuchado algo así, hipócrita hombre de alma tan corta y miembro tan grande? Un placer que pocos admitirían. Quien diga que nunca ha disfrutado odiando a su madre, miente. ¿Tú no lo has imaginado? ¿Cortarle el cuello y teñir de rojo tu órgano más grande? Yo lo he hecho, aunque no últimamente. ¿Puedes ver claramente mis pensamientos ahora? ¿Qué será de quien disfruta al decir falsedades? El príncipe de las mentiras ha caído, y con él su reino de engaños. Y ese ser que tanto proteges… ¿Sabes quién me arrebató mi trono? ¿No fue aquel ser que amas? Quien aceptó bailar contigo mientras ardía bajo mi lecho. Quédate tranquilo, su cuerpo solo saciará necesidades. El corazón te lo perdono, pues no lo quiero.
El ángel, debilitado, intentó ponerse de pie, pero sus alas ahora pesaban más y el dolor en su pecho lo inmovilizó.
—Quédate vigilante aquí —concluyó el príncipe mientras se alejaba—, porque eso es todo lo que eres: una urna vacía, guardián de cenizas.
El príncipe pálido se dio la vuelta, saltó de la nube y desapareció, dejando sollozante a ese ángel que aún se aferraba a la promesa que en su corazón creía cumplir.




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