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El jardín de los gusanos.

  • Foto del escritor: elprincipepalido
    elprincipepalido
  • 8 jul
  • 7 Min. de lectura

Había una vez un pequeño gusano. Vivía entre otros como él, todos felices en la tierra húmeda, donde la comida llegaba sola y el sol, filtrado por las hojas, calentaba lo justo. El jardín era su mundo: un espacio tibio de juegos, golpes, letras entonadas sin sentido. Se creían buenos gusanos. Risas, saltos, repeticiones. Y muchos, muchos juegos.

Aquel pequeño gusano —o eso quería creer— era bonito. Limpio, ordenado, con sueños más altos que el lodo. Quería ser una mariposa. Amaba el jardín, pero más aún a una flor blanca, de pétalos ligeramente rizados y polen verde, aún inmaduro. Soñaba con arrastrarse sobre su tallo, con que comprendiera su ternura.

En esos jardines de las montañas creían ser felices, soñando cosas que ningún gusano debería soñar. Demasiado pronto para pensar en capullos... y, sin embargo, ya lo hacían.

Un día, otro —que no era él— intentó subir a sus hojas. Algo se agitó dentro del pequeño gusano: una punzada seca, una picazón furiosa. Se acercó arrastrándose con torpeza, se alzó como pudo y se dejó caer sobre él con todo el peso de su cuerpo viscoso. Tenía que aplastarlo. No podía permitir que esa flor tan blanca se manchara con su contacto. No era digno. Nadie lo era.

Aun así, el otro gusano trepó hasta ella y le contó cuentos insanamente falsos sobre el pequeño gusano. Y la flor —con altivez delicada— se inclinó hacia él, abrió sus pétalos y dijo:

—Solo una mariposa podría aterrizar sobre mí. Aquellas con grandes alas. ¿Y las tuyas?

Partió su corazón.

—Cállate, tonta —le gritó.

Quiso arrancarle los pétalos, borrar su belleza, quitarle el privilegio de herir. Volvió el rostro: no quería ver sus hojas, ni sus gestos, ni a aquel gusano bastardo que ahora compartía con ella susurros como de tumba. ¿Había algo mal en él? Tal vez. Pero no lo admitiría. Solo los gusanos deformes piensan así. Él era como todos los demás, ¿no? Entonces, ¿por qué esa diferencia?

Le dolía algo que no sabía nombrar. Se escondió en el depósito de heces. Allí, una flor había crecido en ese lugar sin permiso. Era rosada, pero de un tono empalagoso que ofendía los ojos. Al verlo, se carcajeó con desdén:

—Eres un gusanito muy chiquito. ¡Ja, ja, ja! Qué mala selección de testosterona hizo tu madre.

¿Por qué no era ya una mariposa? ¿Qué era eso que sentía, que nacía dentro y lo hacía odiarse? El jardín se volvió ajeno. Se escondía. No quería que lo vieran. Las flores —aquellas que alguna vez amó— comenzaron a inquietarlo. Luego a herirlo. Luego a asustarlo. Su belleza era amenaza. Pesadilla. El terror se volvió paisaje. La tristeza, atmósfera.

Y entonces, al final de la tarde, regresaba a casa.

Su casa no era más que un pedazo de materia fecal dura y hueca en medio de un parque —no de esos donde juegan los niños, sino donde las arañas jugaban con veneno. Allí lo esperaba la sirvienta. Entre todas, ella era la más hermosa. Blanca, y con el más leve roce se sonrojaba en tonos rojos y rosados. Lo quería. Lo cuidaba. Lo bañaba. Le daba de comer. Lo cambiaba. Le ayudaba con las tareas. Era buena con él. Muy buena.

Era de madrugada. Dos o tres, quizá. Alguien llego. Ella fue lo recibió.

Cada quien tiene su versión del infierno: fuego, hielo... El suyo comenzó en ese instante.

Era el dragón sin escamas, salvo en la cara. Su cuerpo era rosado, viscoso, de garras largas. En su nuca —como un enjambre de vidrios incrustados— palpitaba la amenaza.

Con el filo, el dragón rasgó el lienzo sagrado donde una maternidad casi divina envolvía al pequeño gusano. Los cabellos fueron arrancados. Las mejillas, antes rosadas, perdieron su color. El reino de lo purpúreo se instaló. Mientras todo aquello sucedía, el solo fingió perderse en otro sueño.

La piel de la sirvienta comenzó a romperse. Las garras cumplieron su tarea: desgarraron, deformaron los órganos que lactan. La lengua del dragón recorrió su existencia. El mar, aún rojo, se abrió por el poder de la vara. Entonces, la maternidad incondicional se manifestó: comprendió que no fingía, que no dormía. Y, desesperada, como sirvienta de su oficio, cerró las cortinas.

Pero aunque no podía ver con sus ojos. ¿Y los oídos? ¿Quién cierra sus cortinas?

Taparse con las manos no alcanza. El deseo del dragón no se sacia. Y entonces, un temblor recorrió el pedazo de mierda donde habitaba. Gemidos húmedos, feroces. Por primera vez, el miedo lo habitó por dentro.

Un año nuevo nació detrás de las montañas. Brillaba, pero no calentaba. No había rastro del sin escamas. Era su primera deuda con Dios.

La sirvienta volvió. Su rostro, antes una pintura sagrada, ahora simulaba estar intacto. Había colocado sobre él una fotografía.

—No te asustes —le dijo.

Pero la imagen… cayó.

Estaba deformada. Pero incluso en la deformidad, él la amaba. Ya no era la que lo envolvía en sus brazos. Estaba hinchada de carne y sangre. La piel abierta. Los moretones florecían. El reino de lo purpúreo se había instalado donde antes habitaba la ternura.

Lo encerró para protegerlo. Luego se fue. Volvió. Trajo quietud. Pero no era ella. Era la aberración remendada: su rostro cosido como una criatura hecha a retazos. Y mientras ella lo envolvía con una oración.

Ahí estaba de nuevo aquel alguien. Era el dragón.

La sirvienta no sabía lo que ocurría en la sala contigua. Cocinaba un banquete para que comiera el gran monarca. El sin escamas fue hacia a él. Pellizcó los ojos de su pecho. Ardió. Quedó ciego. La comida se había servido. Pero él quería más. No del festín. Ahora eran los ojos del pecho de ella: más carnosos, más apetitosos, más densos de calcio, más llenos de proteína.

El dragón no se detuvo. Continuó el banquete de la depravación. Las sábanas, como servilletas sucias, limpiaban y absorbían fluidos. Olían más que a enfermedad: olían a estirpe podrida.

Esa era la paternidad que él despreciaba. Odiaba al dragón que, con su lengua, lo escupió en este mundo.

Desgraciadamente no fue solo una noche. Ese banquete se repitió tantas veces como pudo callar. Hasta que la repulsión se convirtió en silencio.

Pasó mucho tiempo. Ya no quería ser un pequeño gusano. Solo miraba. Desde lejos, desde abajo. Los demás se volvieron mariposas y se posaban sobre flores hermosas. Él las vio abrir sus alas, volar, aterrizar con gracia sobre el polen.

También deseaba eso. Posarse. Sentirse ligero. Sentirse bello.

Benditos pimpollos.

No tuvo la habilidad de hacerse un capullo como los demás. No entendía por qué. Pero no iba a rendirse. Usó lo que tenía disponible: excremento, vómito y desperdicio. Con eso lo fabricó. Con materiales aberrantes.

Era calientito. Cerrado. Se metió dentro. Dormiría. Y al despertar, sus alas serían las más preciosas.

Solo sería un ratito… creía.

La cáscara se rompió. Se sentía distinto. Pero no importaba. Ya podía volar. Estaba en el jardín. No entendía lo que sucedía. Se reían. Se alejaban. Sentían asco. ¿Por qué?

Era una mariposa. ¿Qué no estaban viendo? Ahora era como ellos. Solo buscaba una flor para ser feliz. Y como jardinero, el más dedicado, la cuidaría.

¿Dónde estás, oh flor?

Que escena tan vulgar. Y por algún motivo, no se dio cuenta de su zumbido. No se dio cuenta de las patas gordas y peludas. Zumbaba y zumbaba. El cielo era negro. El agua estaba furiosa. Y en el charco estaba su reflejo con un filo. Se vio en ese espejo. No era una mariposa. Nunca podría haberlo sido. Aun con el mejor esfuerzo, era tan imposible. Era una mosca.

La sirvienta de su casa —la que alguna vez tuvo por nombre mamá— se presentó en el jardín para defender a ese parásito volador. Pero todo resulto inútil. Si no podía contra aquel con escamas en el rostro. Que la haría pensar que podría contra aquellos.

Ahora ni siquiera podía defenderse de esos ramilletes coloridos, ni de esos voladores que lo esquivaban con desprecio.

Dos enormes ojos en su cabeza. Tantas figuras, tantas imágenes repetidas. Bolas inútiles: incapaces de derramar una sola lágrima. Lo intentó. Nada salió. Solo baba. Baba, por esas piezas bucales que dibujaban una trompa. Irrisión de ojos. Motivo de vómitos. Incompetente para llorar.

Cuando no puedes reventar en llanto, cuando tus piernas no se doblan, cuando no puedes huir ni fingir… solo queda una cosa: sentir. Sentir cómo esa tristeza que te duele es tu única respuesta. Esa tristeza formó un capullo. No el suyo. Otro. Extraño. Ciego. Con una temperatura distinta. Como si algo más —algo ajeno y cercano a la vez— hubiese brotado dentro de él.

Y de ese capullo nació la más mortífera de las polillas. No supo si era él, o si era otra cosa que lo habitaba. Solo supo que sabía lo que él sabía, y sentía lo que él sentía, pero lo vivía con hambre.

Aquella flor que navegaba en el lodo maloliente se postró frente a él:

—Esas alas no son suficientemente grandes y ese cuerpo es lo suficientemente aberrante. No te quiero sobre mí.

La polilla extendió sus alas. Eran enormes. Sus peludas patas eran fuertes, tanto como para arrancarle aquellos pétalos. Uno a uno: tal vez me quiera, tal vez no.

Las demás del jardín trataron de evitarlo. Pobres. Ahora son solo botones con tallos. Y las mariposas lo atacaron. Fue en vano. Nació en su jardín. Nació mosca. Cubierto de barro y de mierda.

Aberrantes las alas de las mariposas creía. Se pavoneaban como si fueran hombres, pero se contoneaban como flores. Pretendían fuerza, pero estaban hechas de color y perfume. Frágiles. Decorativas. Intocables.

Tomó esas hojuelas con las que las engreídas se coronaban. Tomó también las capas ornamentadas con las que se elevaban las pretenciosas. Con eso hizo sus alas. Eran vastas, pesadas, desmedidas. Más grandes que cualquier sueño alado.

Y con ellas, cantó su nueva felicidad.

Una que dolía distinto.

 

 
 
 

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