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La fermentación del hijo.

  • Foto del escritor: elprincipepalido
    elprincipepalido
  • 14 jul
  • 8 Min. de lectura

Escuché la voz de mi madre a través de la bocina. Decía estar orgullosa de mí, de lo poco que he logrado. No pude responder con verdad: mi garganta entonó las mismas mentiras de siempre. Porque además de no ser nada, soy un mentiroso, y le mentí, como tantas otras veces. Lloraba. Casi podía llenar un mar con sus lágrimas, y su emoción crecía sin freno. Pero no me hizo sentir nada. Yo estaba solo en mi casa. Estaba acostado y solo quería dormir. Dormir me aleja del mundo, y de las personas.

Me gusta dormir. No porque sueñe cosas hermosas —ni siquiera recuerdo mis sueños—, sino porque al menos en ese estado no existo para nadie. Intuyo que la paso bien solo porque no hay mundo, no hay voces, no hay una madre. Irónicamente, la única manera en la que descubro ese placer es al despertar, y eso lo arruina todo. Algo que detesto no es abrir los ojos, sino saber que no podré volver al lugar del que acabo de salir.

Ella hablaba. Hablaba sin detenerse, como si cada repetición pudiera perforarme. Las mismas frases, una y otra vez, girando en círculos sobre sí mismas, hasta volverse ruido. Me fastidió. No respondí con dureza, porque es mi madre, y su fe —esa fe inútil en mí— merecía al menos silencio. Pero no soportaba su insistencia húmeda, su voz quebrándose en cada palabra. Después de tres horas —largas como mi vida— se despidió. Aunque, por supuesto, antes de hacerlo, repitió todo otra vez. Ella me ama. Sin embargo, no entiendo por qué yo no.

Nunca supe con claridad qué era el amor. Ni el sentimiento, ni los gestos. Y si aquello que mis padres me ofrecieron desde el principio —o al menos lo que recuerdo— era amor, entonces tal vez no era gran cosa. Yo también intenté ofrecer algo parecido. Quizás con variaciones. O eso me gusta pensar, para no sentirme hueco. En su momento, me creí dichoso. Pero ahora entiendo que ese gozo… nunca estuvo ahí.

Aun así, seguí ofreciendo gestos de afecto. A quienes me rodean les reconforta eso. Fingir se volvió costumbre, una extensión automática de lo que fui. Pero desde hace tiempo, la sensación dejó de ser real. Como a mi madre, a todos les miento. No siento nada bueno. Quizás nada malo tampoco. No deseo daño, pero tampoco deseo nada. Me son indiferentes. Solo querría que dejaran de invadirme con sus comedias y tragedias. Eso, al menos, me daría algo parecido al placer. Mi madre me mira con orgullo. Mi padre… tal vez un poco. Yo prefiero no mirarlos.

Aparentemente, hoy es un día especial. Fue motivo de su llamada. Para mí, solo es otro día más sin nada. Sin nadie. Aunque la ansiedad me roe el estómago. Hoy me he masturbado dos veces. Quizás intente una tercera. Mantengo los ojos cerrados. Me esfuerzo por no perder la imagen. La imaginación me ayuda. Volteo el cuerpo de lado. Apenas unas gotas salen. Las dejo caer al suelo. Me gusta ver cuánto acumulo. No tengo la dignidad de ir al baño. Ni siquiera uso papel. Solo dejo que se seque. No creo intentarlo otra vez. Siento dolor, fatiga. Y, sobre todo, sueño.

Intenté levantar mi carne de esta cama vil, tan rota y áspera que me agrieta los huesos. Creo que tampoco le agrado. Algunas noches, me ataca: clava sus resortes en mi espalda como si quisiera tragarse mis vértebras una por una. Otras veces soy yo quien la enfrenta, aunque sé que ya está vencida, desfondada, descocida. Tal vez por eso no me deja ir. O quizá sí me gana, y no me suelta. Lo único que puedo hacer para vengarme es orinarla. Aunque también termine empapado.

Por un instante, ella me dejó en paz. Volví a dormir. Y esta vez, soñé. Lo extraño es que lo recuerdo. En el sueño vi a Dios, y sentí un odio antiguo. Me lancé contra él con todo lo que tenía, pero me recibió con una sonrisa. No hizo nada más. Y eso bastó para detenerme. Me quedé paralizado. La impotencia me cubrió el cuerpo como una fiebre. Sentí vergüenza. Tal vez esa era mi única oportunidad, incluso si era un sueño. Mi boca se llenó de saliva, mi cuello palpitaba. Sentí la presión en la lengua, en los labios, en la mandíbula. Quise escupirle la cara, pero el escupitajo me cayó a mí. Desperté. Y me sentí aún más inmóvil que antes.

El teléfono sonó de nuevo. Tal vez sea mi madre otra vez. ¿Qué querrá ahora? Por suerte está cerca, al lado de mí, aunque siento cómo mi brazo se ha adherido a las cobijas. Al intentar moverlo, noto que la piel se estira, como si quisiera quedarse allí. No contesto. Quedo en silencio. Suena una voz. Es femenina, pero no es mi madre. Aun así, creo reconocerla. Me desea algo inmenso —el bien mayor, lo llama— pero dentro de mí no ocurre nada. Allá abajo, sin embargo, sí. Antes ya había comido de ese cuerpo blanco, de lo poco que me enorgullezco. Su sabor fue una sensación primaria, casi fundacional. Tal vez, si algún día vuelvo a recordar sin odio, vuelva a saborearlo. Cada mordida alimentaba mi juventud, y yo me ofrecía entero en cada empuje. Era una melodía viva, que venía y se iba, y rozaba los bordes duros de mis tímpanos. Por eso supe que era ella.

Le agradezco con un vacío que solo sabe mentir. Ella responde que espera que algún día salgamos, tal vez revivir los viejos días, o inventar unos nuevos. Le digo que también lo espero, que se cuide, que esté bien. Si yo fuera ingenuo, tal vez creería lo que digo. Cuelgo. Y decido intentarlo una vez más. La cuarta. Ahora que tengo su desnudez flotando en la cabeza. Me esfuerzo hasta casi hacer reventar el miembro, pero el éxtasis no llega. Lo impide el recuerdo: me quitó su cuerpo por un pretexto absurdo, mi supuesta ira, mi tristeza. No me detuvo el rencor. Solo el pensamiento. Me invadió de pronto y empecé a divagar. Aunque tal vez sí hay rabia. Después de ella, todo ha sido a mano. Y no es lo mismo. Aunque lo haga como quiero. Mejor vuelvo a dormir.

Vuelvo soñar, y en mi sueño veo de nuevo a Dios y siento coraje. Mi saliva no alcanzó a tocar el cielo. Su ligereza no alcanzó y como el más pesado de los objetos, la desgraciada descendió. Le acusé como a una cualquiera, la costumbre se vuelve tradición. Zorra traidora, menuda comparación ¿Eres contra mí? Contra las alturas nosotros. ¡Malditas sean tú y la gravedad! Silencio en el humo del aire, y lo vi y sentí tristeza. ¿Por qué has retrocedido, por qué mi bello rostro has roído? Nada he conseguido. Esa asquerosa viene a mí. En lo más frío de mi pensar pude moverme. No pude evadir en la realidad, y en el instante me cuestioné: ¿cómo a Dios quise insultar? Y en el instante me pregunté: ¿cómo es que creí que con saliva lo iba a lograr? Masa viscosa derretida sobre mi rostro que puede hablar, y comprendí a qué iba todo esto. Hoy quise escupir en la cara de Dios, pero solo conseguí escupirme a mí mismo.

Vuelvo a soñar. Y otra vez lo veo. A Dios. Y vuelvo a sentir coraje. Quise escupirle el rostro, pero mi saliva no tocó el cielo. No era ligera. Cayó, pesada, como todo lo que no sirve. Le grité como si fuera una cualquiera. Acusar se ha vuelto una costumbre, y la costumbre, una tradición. Zorra traidora. ¿Estás contra mí? ¡Maldita tú! ¡Maldita la gravedad! El aire se volvió humo, y en el humo, silencio. Entonces la vi. Y sentí tristeza. ¿Por qué retrocediste? ¿Por qué has roído mi rostro hasta dejarlo así? Nada he logrado. Y ella —esa asquerosa— se acerca otra vez. En lo más frío de mi mente logré moverme. En realidad, no me moví. Me pregunté: ¿cómo creí que insultarlo serviría? ¿Cómo imaginé que con saliva lo vencería? Sentí una masa espesa resbalar sobre mi cara. Y entendí. Quise escupir en la cara de Dios. Pero, una vez más, solo conseguí escupirme a mí mismo.

Este sueño se extiende como más de tres mil vidas. Intentaba, según yo, despertar, pero no podía. Y por un instante deseé que sonara el teléfono, que mi madre volviera a hablarme. Es tan molesta que cuesta creer que no me haya despertado ya. Abro los ojos. La masa de mi cuerpo ha disminuido. Los pliegues se han adherido a los huesos. Parezco un palo viejo. La cama sigue ahí, intacta. Ni los orines, ni —en el peor de los casos— la materia maloliente, la han vencido. Me ha ganado. Aunque, siendo sincero, nunca tuve intención de levantarme.

Las paredes están cubiertas de un polvo viejo, seco, como si llevaran años sin oír una voz. Todo es lúgubre. Creo que olvidé pagar los recibos. Aunque, ¿cómo podría, si ni siquiera tengo un trabajo? Tengo hambre. Tal vez no haya nada en la cocina. Y si hay, debe estar echado a perder. Mi madre dijo que me compraría un pastel. Me serviría. Pero le mentí. Le dije que mis amigos ya me habían comprado uno, que comí tanto que me harté.

Si me viera ahora... ¿seguiría sintiendo orgullo? Tal vez podría. Tal vez ella aún sienta orgullo por esta fertilidad muerta, derramada una y otra vez sobre la roca amarilla que endurece el suelo y que también salió de mí. Tal vez por este cuerpo que ya parece un árbol seco que se ha fundido a la cama. Tal vez por los insectos —los únicos que me visitan— que suben y bajan entre mi cabello, que anidan debajo de mí como si yo fuera hogar. Quizá no mentí del todo cuando hablé de amigos. Tal vez por el jardín de llagas que florece en mi entrepierna, por el barro tibio que aún se derrama por el ano, lo cual me hace dudar, ya que no he comido nada. O tal vez. Tal vez sentiría orgullo por cada una de las mentiras que le he dicho desde siempre. Porque si me viera tal como soy, aun así, me creería.

La carne se me abre. La membrana pálida que me envolvía empieza a romperse, y siento cómo algunos huesos se parten. Tal vez por las familias de parásitos que ahora viven dentro de mí, multiplicándose como si yo aún pudiera sostener vida. Solo espero que esta habitación sea buena para guardar los olores. No quiero que nadie sospeche. No quiero que me encuentren.

Lo último que pensé antes de esto fue tomar el turno y llamar a mi madre y decirle que no viniera nunca, que me iba del país por trabajo. Así le evitaría la pena. Pero ya era tarde. Yo ya era parte del mobiliario.

Estoy más sucio que nunca. Los piojos me han terminado de roer. Estoy cubierto de un vómito espeso —de cerdo, parece—, y mis escamas supuran cascadas de pus amarilla. No hay más agua. Ni rocío. Desde la nuca me ha nacido un hongo. Un tallo largo, con pedúnculos umbelíferos. Me atraviesa el cráneo y sale por la boca. Como si dijera mentiras en mi lugar.

El teléfono suena una vez más. Pero esta vez ya no puedo contestar. No sé quién será. Tal vez ella, para nuestra cita falsa en un café. O mi madre, para felicitarme de nuevo por alguna otra mentira que le habría dicho.

Siento un cansancio distinto. No del cuerpo, sino del acto de estar. Si ya no tengo necesidades humanas, tal vez podría irme lejos, a una casita perdida en el confín del mundo, donde nadie recuerde mi nombre. Estar más solo aún. Pero no puedo moverme. Ni siquiera eso.

Cuando el teléfono deje de sonar, intentaré dormir. Tal vez por última vez. Y esta vez, ya no intentaré escupir.

 
 
 

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